La democracia. Una conquista política y cultural

Aún con todas las imperfecciones y patologías del sistema político actual, podemos decir que este presente en que el pueblo elige libremente a sus representantes constituye una conquista política y cultural de nuestra sociedad. Una conquista por la que se debió pagar un alto precio, obtenida a través de las luchas populares a lo largo de más de un siglo.

La conformación de los dos poderes que constituyen nuestro Estado Municipal fue evolucionando desde la creación de la Municipalidad Provisoria en el año 1854 hasta el año 1891 en que adquirió su forma definitiva.
Empero, no debe verse a ese proceso ni a lo que le siguió en el tiempo como una simple evolución lineal, prolija y sin sobresaltos.

Hablar de Estado en cualquiera de sus instancias -municipal, provincial y nacional-, implica considerar la dimensión política.
El orden republicano sustentado en la democracia, tal como hoy lo conocemos, estuvo sacudido por graves conflictos desde la sanción de la Constitución Nacional de 1853 hasta la recuperación democrática de 1983. Tres patologías del sistema político deben señalarse en ese período:
• la conjunción del fraude sistemático y la violencia comicial.
• las intervenciones en períodos constitucionales a gobiernos provinciales y municipales.
• los golpes militares.

Crudos enfrentamientos, fraude electoral sistemático, golpes militares, cárcel, asesinatos, torturas, destierros, proscripciones, supresión de libertades, desaparición de personas, en fin, violencia, fueron recurrentes ingredientes de la política argentina a lo largo de los ciento treinta años transcurridos entre 1853 a 1983.

El eje común de estos conflictos fue la sostenida pretensión de los sectores dominantes de nuestro país, de controlar a su voluntad las instituciones estatales. A tal fin y utilizando diversas estrategias trataron de excluir del sistema político al conjunto del pueblo.

El período que va de 1853 a 1912 se caracterizó por la instalación de un sistema electoral basado en el fraude y la intimidación y violencia en los comicios.

“Este país, según mis convicciones después de un estudio prolijo de nuestra historia, no ha votado nunca”. Esta afirmación fue realizada en 1912 por el senador Joaquín V. González, cuando se discutió la reforma electoral propuesta por R. Sáenz Peña.

La Constitución Nacional de 1853 que optó por el sistema representativo, republicano y federal encerraba una grave contradicción para la elite liberal. Por una parte existía un consenso unánime acerca de instaurar la plena libertad civil. Pero respecto a la libertad política el consenso era inverso. Sólo la minoría ilustrada y las clases propietarias podían controlar el sistema político, habida cuenta de que sólo ellos eran considerados ciudadanos. El resto eran meros habitantes.

Sin embargo no se atrevieron a establecer cláusulas que restringieran el derecho a votar. Entonces, si votaban todos ¿cómo hacer para controlar el poder mediando elecciones?.
La respuesta: hacer de las elecciones, una mera representación teatral con final conocido.

Los férreos mecanismos de poder aseguraban la sucesión dentro del elenco gobernante, legalizando el acceso a los cargos de gobierno. Sólo cabía esperar que algún sector del núcleo dominante pudiera arrebatarle al otro el resultado de una elección poniendo más violencia, más trampa para ganar el comicio y legalizar así su acceso a los cargos de gobierno.

Decimos que las elecciones constituyeron hasta 1915 una mascarada vergonzosa. Los comicios se desarrollaban en un marco de violencia plagada de trampas de distinta índole. Los contendientes contaban con gente armada, ya sea para defender a tiros la mesa comicial o para intimidar votantes o directamente, si el resultado era adverso, asaltar la mesa y arrebatar las urnas.
De tal modo que las facciones llevaban a votar a sus adherentes en grupos, que en general no eran vecinos comunes, ya que se debía ser muy guapo para llegar al atrio de la parroquia donde estaban las mesas.

A la violencia deben sumársele todas las patrañas comiciales: padrones de votantes en los que se excluía a los adversarios notorios y se incluía hasta los muertos propios. Luego, si aún así se perdía quedaba el recurso de ignorar las boletas y “volcar el padrón”, es decir poner como votando a todos los adictos que en él figuraban. Otra, cambiar el contenido de las urnas.
Finalmente, votar no era obligatorio. Entonces no debe extrañar que votara una ínfima minoría de la población.

En 1891 surge la Unión Cívica Radical, como expresión política de los sectores medios en ascenso.
Desde su nacimiento este partido estableció una lucha sin cuartel al régimen oligárquico fraudulento que se había ido consolidando a lo largo de esos años. Bajo la bandera de la regeneración política a través de un sistema electoral genuino. Leandro N. Alem e Hipólito Irigoyen fueron las figuras descollantes de una conducta perseverante, intransigente y principista que recurrió a la abstención revolucionaria en los comicios organizados por el régimen y a revoluciones armadas para lograr que las elecciones fueran la genuina expresión de la voluntad ciudadana.

Finalmente, la oligarquía, políticamente extenuada sancionó en el año 1912 la Ley Sáenz Peña que instauró el voto secreto, obligatorio y universal -aunque seguían excluidas las mujeres-. Además establecía la confección de los padrones sobre la base de los ciudadanos que debían realizar el servicio militar y la votación por listas incompletas, lo que permitía el acceso de la minoría a los cargos legislativos.

En 1915 Hipólito Irigoyen fue electo presidente en los primeros comicios libres de la nuestra historia.

Aún así, quedan resquicios para el fraude que fueron eliminados totalmente a partir de las elecciones que en 1946 dieron el triunfo a la fórmula Perón-Quijano, cuando el control de la seguridad de los comicios pasó a depender de las fuerzas armadas. Antes, en la llamada “década infame” transcurrida entre 1932 y 1943 se había vuelto a las más vergonzantes prácticas del régimen oligárquico con un sistema conocido como “fraude patriótico”.

Las intervenciones a provincias y municipios
Las intervenciones de la Nación a las provincias y de éstas a sus municipios fueron también moneda frecuente a lo largo de buena parte del siglo XX, aún en períodos democráticos, fruto de la inestabilidad del sistema político. Tales intervenciones estaban respaldadas constitucionalmente, es decir que eran legales, aunque su legitimidad resulte discutible.

En los municipios estas intervenciones se ejecutaban en la figura de los “comisionados municipales”, que hacían las veces de intendentes, suprimiéndose al Concejo Deliberante.

Gobiernos de derecho y gobiernos de facto
En el año 1930, un golpe militar derrocó al Presidente Hipólito Irigoyen. Se abrió entonces una sucesión de dictaduras y gobiernos democráticos condicionados por unas fuerzas armadas que actuaban como soporte institucional de los sectores más concentrados de la economía y del imperialismo norteamericano.

Estas fuerzas armadas facciosas no actuaron en soledad. Por el contrario, encontraron en la civilidad el acompañamiento de sectores autoritarios antidemocráticos.

Luego del golpe contra Irigoyen, derrocaron a Juan Domingo Perón en 1955, a Arturo Frondizi en 1962, a Arturo Illia en 1966 y a Estela Martínez de Perón en 1976. No sólo se trató de los derrocamientos de los gobiernos constitucionales, sino que durante la vigencia de éstos resultaban frecuentes los “planteos” de fuerza por parte de los militares que condicionaban el libre accionar de los gobernantes.

En honor a la verdad, debe decirse que la veta autoritaria estaba notablemente extendida en la sociedad toda. De tal modo que en más de una ocasión, desde los propios partidos de la oposición se instaba al golpe militar, práctica conocida como “golpear la puerta de los cuarteles”.

El golpe militar de 1976 estableció un punto de inflexión en nuestra historia. El baño de sangre que sufrió el país actuó como una especie de shock sobre nuestra sociedad. Nunca se había padecido semejante barbarie. Desaparición forzada de personas en campos de concentración, apropiación y venta de niños, violación de detenidas, secuestros realizados con el único fin de apropiarse de bienes, torturas de una crueldad sin precedentes, imposición del terror sistemático fueron las herramientas del “Proceso de Reorganización Nacional“, como lo llamaron sus cabecillas.

Junto a ello, la guerra contra Inglaterra pergeñada con el exclusivo fin de perpetuarse en el poder cuando ya el terror no alcanzaba para sojuzgar al pueblo. Como si esto fuera poco, una gestión económica que nos dejó una brutal deuda externa y un aparato productivo arrasado.

Los argentinos nos curamos de espanto. NUNCA MAS quedó grabado en nuestra conciencia colectiva. De allí que hoy llevamos casi veinticuatro años de gobiernos constitucionales. El período democrático más extenso de nuestra historia.

En el nivel municipal, estos golpes se materializaban en la figura de “comisionados municipales”, es decir usando la denominación que se les daba en gobiernos constitucionales a la persona que actuaba como interventora del poder ejecutivo provincial en la comuna. En otras ocasiones se los llamó “intendentes”, como si hubieran sido electos por voluntad popular. Para hablar con propiedad debe llamárselos “comisionados municipales de facto” e “intendentes de facto”.

Más allá de estas denominaciones, debe señalarse que por lo menos en el caso de nuestro municipio, los gobiernos de fuerza supieron elegir vecinos probos que, en general eran bien vistos en la comunidad. En muchos casos, estos intendentes o comisionados de facto actuaron más por vocación de servicio a sus vecinos que por adhesión plena a los usurpadores de la voluntad popular que los habían designado.

De cualquier modo, más allá de la calidad de una gestión de gobierno, la cuestión de fondo con el gobierno de facto municipal es la supresión del derecho ciudadano de elegir a sus gobernantes.